sábado, 15 de septiembre de 2007

La vulgaridad de las palabras


“Detesto el mensaje común de la cultura de los móviles, con palabras cercenadas, con kas en vez de qus, sin verbos, todo rápido, acelerado, banal”. Esto nos los dice Lluí Foix en el texto “la elegancia de la palabra”. El autor nos habla de la “cultura del fast food” como el peor de los males actuales, pero hay que aceptarlo, para bien o para mal es esa la cultura que impera en nuestro mundo. Es la cultura con la que crecí, la que me enseñaron, la que defiendo. La elegancia de la palabra dice él, como si la forma de escribir que él defiende fuera la salvadora de un mundo ignorante y globalizado. Para él elegancia es algo antiguo y desactualizado. Como si fuera una verdad universal y como si fuera el peor de los pecados escribir de otra manera. Si es verdad lo que él dice prefiero ser vulgar. Creo que es necesario nutrirnos del saber actual, renovar el lenguaje, personalizarlo, creativizarlo. Porqué no existen las verdades universales ni los dogmas literarios. Porqué cada quien puede escribir como le de la gana; y si te gusta bien y si no da igual. Somos libres e independientes y por eso nadie va a venir a decirnos que nuestra cultura es prácticamente una porquería. Soy quien soy por mi cultura, por ese esperanto destrozado, por el Mcdonalds y por la inconciencia de Bush, Montesinos y Bin laden. Soy quien soy por la globalización, por el afan imperialista yankee, por scooby doo, friends y demás series gringas. Así que ningun hombre antiguamente culto va a vernir a decirme que la cultura actual está mal. Porque para disgusto de muchos esta es parte de lo que soy, y la defenderé a muerte. Talvez no es la mas culta, ni la más elegante, pero seguramente si la más innovadora y novedosa. Asi que ok soy miembro activo de la cultura del fast food. Pero no de una autómata, creativizo mi cultura, la nutro con lo que soy, la personalizó. Asi que vivan las jergas, las palabras en ingles y el reggeaton!!!!

martes, 4 de septiembre de 2007

Al despertar esa fría mañana de setiembre, Juana Pérez se sintió muy extraña. Seguramente era por todo lo que había tomado la noche anterior. Un profundo dolor de cabeza no la dejaba ni pensar; odiaba la resaca. Pero de pronto se dio cuenta que ese día ocurría algo especial. Unas puntiagudas orejas marrones sobresalían de la sábana que la cubría. Al asomar la cabeza fuera de la blanca manta una negra nariz y un pronunciado hocico bastante desagradable se dejo ver. La gran boca contenía unos afilados dientes y una larga lengua de color ciruela asomaba fuera de ella. Unas espesas cejas negras cubrían los ojos color caramelo, los cuales se abrieron como platos, porque la pobre Juana se dio cuenta de su imposibilidad de ver la vida a color. Todo su cuerpo estaba cubierto de un espeso y grueso pelo marrón oscuro. De cada una de sus extremidades asomaban garras. Ya no tenía dedos, solo unas uñas afiladas. Juana Pérez se había convertido en lo que mucha gente le había dicho que era y en lo que ella interiormente aceptaba. Juana ahora sí era una perra.