martes, 4 de septiembre de 2007

Al despertar esa fría mañana de setiembre, Juana Pérez se sintió muy extraña. Seguramente era por todo lo que había tomado la noche anterior. Un profundo dolor de cabeza no la dejaba ni pensar; odiaba la resaca. Pero de pronto se dio cuenta que ese día ocurría algo especial. Unas puntiagudas orejas marrones sobresalían de la sábana que la cubría. Al asomar la cabeza fuera de la blanca manta una negra nariz y un pronunciado hocico bastante desagradable se dejo ver. La gran boca contenía unos afilados dientes y una larga lengua de color ciruela asomaba fuera de ella. Unas espesas cejas negras cubrían los ojos color caramelo, los cuales se abrieron como platos, porque la pobre Juana se dio cuenta de su imposibilidad de ver la vida a color. Todo su cuerpo estaba cubierto de un espeso y grueso pelo marrón oscuro. De cada una de sus extremidades asomaban garras. Ya no tenía dedos, solo unas uñas afiladas. Juana Pérez se había convertido en lo que mucha gente le había dicho que era y en lo que ella interiormente aceptaba. Juana ahora sí era una perra.

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