De chiquita pensé que tenía poderes. Creía que si me concentraba mucho podía volar, mover las cosas con la mente, detener el tiempo, volverme invisible (como me habría gustado eso) y tener un oído supersónico que me permitiera escuchar todas las conversaciones. Me creía una iluminada, alguien especial, diferente, el santo grial. El mundo giraba a mí alrededor y yo era la detentora del control remoto cósmico.
Cuando vamos creciendo nos van colando los sueños, la imaginación, el sentimiento de omnipotencia y nos convierten en alimañas insignificantes. Nos van moldeando y quitando el encanto, hasta que nos acostumbramos y nos volvemos seres grises. Yo soy gris, mi madre es gris, el panadero es gris, la gente que veo en la calles es gris. Pero todavía recuerdo cuando conocía a alguien que no era monocromático. A una persona diferente, alguien que conservó el poder absoluto a pesar de crecer y me toco y por un momento cambiando así los colores de mi tablero de ajedrez.
DE DONACIONES Y OTRAS AFRENTAS
Hace 7 años